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Ubicación: La Guardia, municipio Díaz Foto: Daniel Ordaz |
EL PESCADOR DE ÁNFORAS
ESPACIO PARA LA DIFUSIÓN DEL ACERVO CULTURAL DE LA ISLA DE MARGARITA - VENEZUELA
lunes, 17 de junio de 2013
ESCULTÓRICA NEOESPARTANA
miércoles, 5 de junio de 2013
ENSAYO
Borrascoso mar de Crepuscólia: Poesía y narración en la obra de Chevige Guayke
Ramón Ordaz
CREPUSCÓLIA I
La clásica fundación de nuestras ciudades y
pueblos obedece, por lo general, a un
hecho de conquista y posterior colonización. Las distintas órdenes
religiosas que vinieron a América con sus cohortes de frailes, tuvieron como
misión primera catequizar al buen salvaje que, desprovisto de la mirada
civilizatoria del dios cristiano, debía ser instruido en la Ley para luego reconocer y
rendir culto a un dios más terrenal: el Rey. De allí se hizo tradición que
nuestros pueblos, para ser tenidos como tales, estaban en la obligación de
mostrar sus señas de identidad: la Real
Cédula , el Escudo de Armas, así como exhibir la “sagrada”
biografía del héroe que alcanzó la posteridad a fuerza de esclavitud y
exterminio, después de haber herrado algunas bestias, hombres inclusive,
incinerado los tótemes locales y sembrado en nombre de su “patricia”
ascendencia la espada y la cruz.
Juangriego es un punto, un puerto en el mapa de
nuestra confederación de islas. Desde tiempos inmemoriales estuvo allí esa
bahía, ese recodo de playas en mudo diálogo con sus inexpresables crepúsculos.
Límpido, íngrimo, su litoral transcurría apacible en un tiempo arcaico, sin
registro. Hemos dicho Juangriego, y caemos en cuenta de nuestro error; no, no
tenía nombre ese solar marino, ese arco de sinuosas y albicantes arenas. Algún
guaiquerí pudo, tal vez, llamarlo guayamate,
tutuel, tunucuyo, guarame; pero no, no tenía nombre esa región. Un día
llegaron pobladores de otras islas, de otras patrias, de otras vecindades y
dieron vida a esas soledades. Los hateros, habitantes del pueblo más cercano,
dice la tradición oral que fueron los primeros colonizadores de esas playas,
sin que ningún nombre hiciera referencia al lugar. El tiempo, que no avanza,
pero imprime señales en el espacio, hiende, pule las piedras, graba en cada
alma vegetal una historia invisible, vierte su sombra sobre el inevitable
desgaste de los colores, mora silente e inadvertido bajo la majestad del Reloj
Sol, y deja libre el camino a otras historias. Una sed heroica, juglaresca, al
amparo de los frágiles azules, a veces esmeraldinos coloquios del mar,
desembarcó en sus orillas una leyenda. Qué griego azar arrastró a ese Juan
marino con sus pecios hasta la alfombra de nácar del virgen litoral seguirá
siendo un misterio. Griego fue un apellido de muchos aventureros y marinos que
surcaron la historia de nuestras islas. Alguno de ellos naufragó, quedó a
expensas de las aguas y el bonancible mar lo arrojó a estas costas sin nombre.
Juan Griego –o Juan Cotúa- pudo hacerse del lugar por la mítica resurrección en
aquel paraíso, de allí la leyenda. No era la Ilíada
el libro que traía en sus alforjas Juan Griego. El escenario que nos describe
el pintor Pedro Centeno Vallenilla es más un ingrediente novomundista: Un Juan
Charrasqueado libidinoso, hedonista, de ojos saltones y lascivos, bigotes de
peluquería y sombrero alón de feria y de week-end,
rodeado de especies marinas y aladas, así como de apetitosas, descomunales
mulatas de muslos insinuantes y senos de desbordada geografía femenina, nos
retratan un personaje de solaz y placer. Ese
Juan Griego de Centeno Vallenilla preanuncia el Juangriego de hoy, donde
esa vendimia de la carne y el goce manducatorio son lo primero, antes que las
pasiones y tormentos de un Juan Evangelista. No era la Ilíada ,
no, el libro que este lector y santo pagano leía a las mulatas. Era un acopio
de fragmentos de Cien años de soledad,
de Gabriel García Márquez, y de la
Luvina de Juan
Rulfo. Por esas páginas del libro que lleva entreabierto el Juan Griego de Centeno Vallenilla podemos
llegar sin pérdida, primero, a Karbhoro, y luego, a Crepuscólia, esos
territorios del sueño y la melancolía del escritor juangrieguense Chevige
Guayke. El Juan Griego de Centeno
Vallenilla nos narra en el presente
las historias pasadas en Karbhoro, que las vueltas del tiempo terminaron por
mudar definitivamente a Crepuscólia. Karbhoro
es un lugar absolutamente verosímil (1977) es el segundo libro de este autor, a
partir del cual da inicio a una saga personal que verterá en varios libros de
relatos como Faltrikera y otros bolsillos
(1980), Historias que se cuentan solas (1992), Sic
transit gloria mundi (1993), Solíngrimo (2006), entre otros. Son historias
fluidas, disparos a quemarropa que la memoria afectiva lanza como autodefensa
de una infancia no cumplida, no cerrada, sin plenitud en un itinerario que no
termina, que no descansa, que no tiene final porque por esas fisuras que abre
la escritura de Guayke el universo no es más que caos y desintegración. Como en
el cuento La mano junto al muro, de
Guillermo Meneses, siente uno que “Hay aquí un camino de historias enrollado
sobre sí mismo como una serpiente que se muerde la cola”.
CREPUSCÓLIA II
Así como Karbhoro es un lugar absolutamente
verosímil, de Crepuscólia habría que decir lo mismo. En cambio, Juangriego es inverosímil. Su historia está marcada por
la mudanza, por las constantes transformaciones en sus espacios urbanos, por un
tráfago de rostros que van perdiendo sus raíces, donde la confluencia de voces
extrañas va enterrando el léxico local, el color y el gracejo que el polvo de
los siglos sembró en cada rincón familiar. Por la calle La Marina se oye un jaleo de
árabes en discordia; por la
Aurora una asiática, frente a la máquina sumadora,
contabiliza las especies de su cliente en cantonés; frente al Museo Rísquez, en
choque de vocablos, un alemán ofrece las bondades del pan de su tierra; por Brisas marinas se respira un aire
portugués; por la Leandro
una zuliana vocea pastelitos y mandocas. Juangriego es una constante
irrealidad, un despeñadero de caminos, un retablo frente al mar en cuyo pórtico
un italiano vende pizzas y otro aromáticos carpaccios
de bacalao. Juangriego con indiferencia ve caer en ruinas la casa de su poeta,
mientras al frente suyo, como el olmo
seco de Antonio Machado, un árbol pespuntea vida vegetal en su tronco.
Juangriego va perdiendo sus atardeceres, escondiendo sus horizontes,
inutilizando sus salinas, hundiéndose en un polvo hostil que apelmazan olores,
fulgores extranjeros. Juangriego ya no pesca; sueña, solemniza su ritmo de vida
en las tabernas, en las tascas, en los portales de oropel y falsos decorados
coloniales. Juangriego se va devorando a sí mismo, alargado espejismo que
empieza a desaparecer como toda ilusión.
Crepuscólia es un lugar en la Rosa de los Vientos, gira en
sentido opuesto a la estrella del Norte, permanece perpendicular a Sagitario y
en ángulo obtusángulo se conserva
distante a Las Cabrillas. Antípoda de San Isidro Labrador, sus frutos
siguen siendo los frutos del mar. Sus vías de acceso no son terrestres;
preferible embarcar primero en Karbhoro antes de arribar a ella. Es un pequeño
puerto en la isla mayor de Nueva Esparta y el
número de sus habitantes, reducido. Crepuscólia no es Juangriego, es la
tierra de Juan Max, tan eterno como el Juan Griego de la leyenda. Los
crepuscolenses, pegados a los sueños, padecen de nostalcolía y ritadumbre:
“Rita llegó a Crepuscólia y se quedó viviendo al ladito del cementerio viejo,
ahí en la casa de Petra Regalado, en el camino que va hasta Los Hatos, frente a
la salina, cerca del Terreno del Pirata, junto a la casa de aquella tal Damiana
que era una mujer altísima como las torres de la iglesia y era la primera en
oler los aguaceros y la única que oía las pláticas de Dios”(“Rastros”, Historias que se cuentan solas).
Crepuscólia es el lugar de la infancia, donde los recuerdos viajan alegres y
doloridos, pero regresan a ella como virtual daguerrotipo; en Crepuscólia el tiempo se guarda en una
vitrina, en las páginas de un libro que lee y escribe a su vez un niño que
nunca más pudo volver al inverosímil Juangriego.
Hay un tiempo congelado, frío, de hibernación:
esa es la infancia. Todo un sistema de vasos comunicantes es ese subterráneo de
la vida. Zócalo y fundamento del adulto que emergerá de esas fundaciones, es
luz imperecedera para el artista, para el poeta, para todo ciudadano común que
en sus horas de solaz recapitula la existencia. Mosaico de escenas familiares,
la infancia funda la palabra para posesionarse progresivamente de esos
territorios. No se pierde la infancia, sino que abre paso a una procesión de
máscaras que la van tapiando, la van encapsulando para construir al paso de los
años a la persona, a ese ser que no
es uno, sino múltiples entidades de una sola voz. No siempre sabemos con cuál
de las máscaras ciudadanas hablamos. El extrañamiento es el acto más común en
la vida social. Hay también infancias de resistencia, monolíticas, a veces
infranqueables. Son fieles a ese caleidoscopio del pasado y no importa la edad.
Son infancias cerriles, misantrópicas en muchas circunstancias; eternas, ensimismadas,
porque no pactan con el presente que las va arrollando, sino que permanecen
como fortificación cerrada ante el mundo exterior. En este último contexto de
la infancia quisiéramos ubicar la obra epilírica de Chevige Guayke. Lo
fundamental de su obra nos retrotrae a esos portentos de los primeros años. Los
personajes que pululan en la fantasmagórica Crespuscólia no salieron jamás de
la infancia, sino que se quedaron atrapados en los lúdicos espacios de sus
calles, circunscritos en ese fardo de lento tiempo que pone sus trazos de
ternura al lugar más inhóspito. Sin proponérselo, toda su literatura está
impregnada por una cosmovisión de la infancia, de la cual es imposible evadirse
una vez que hemos entrado en ella; infancia nada fácil ni placentera.
CREPUSCÓLIA III
Chevige Guayke –Eduviges González- nació en
Juangriego en 1944, lo
testimonian algunos documentos escritos y algunas referencias bibliográficas
del poeta. En plena travesía de su adolescencia, Guayke abandonó la isla en
busca de mejor fortuna en Tierra Firme. Sus andanzas y vivencias por Caracas lo
llevaron a probar suerte con la literatura. Fue tanto su empecinamiento que
escribió un relato sobre el miedo, “Paique”, en el que traza la violencia
urbana que vive su alter ego literario en su aventura citadina; mural pánico que lo lleva a rememorar los
miedos de infancia. Con “Paique” obtuvo
en 1974 el premio único del XXIX Concurso de Cuentos de El Nacional, acontecimiento que fue, en
buena parte, su consagración como escritor joven del país. En su primer libro, Paique y otros relatos (1974), conserva cierta fidelidad
biográfica: Aparece Juangriego como su lugar de nacimiento el 9 de julio de 1944. En su segundo libro, Karbhoro es un lugar absolutamente verosímil,
la situación es otra: Chevige Guayke nació en el siglo IV antes de Cristo y murió en el siglo M. En su tercer libro, Faltrikera y otros bolsillos (1980), Chevige nació en el puerto de
Juangriego, “foliado en el registro civil de 1945” . En Difuntos en el espejo (1982), nació en Nueva Esparta en 1945. En Soledumbre (1987) Chevige nació en Juangriego
(Nueva Esparta), el 31 de febrero
de 1934 y “Vivió muchos años en la Atlántida.” En Historias que se cuentan solas (1992), nació en Crepuscólia el 9 de octubre de 1949. En Sic transit gloria mundi (1993) tenemos una autoconfesión: “Según Rita Antonia
González Maraver, yo ‘vi la primera luz’ en Juangriego, el 9 de enero de 1944. Pero según mi partida de
nacimiento, nací en Crepuscólia, el 9 de octubre de 1945”. En rostro metafórico de Barcelona
(2002), nació en Crepuscólia el 13 de abril de 1934 y murió en Tucusiapó el 9 de enero de 1958. En Solíngrimo (2006), nació en Crepuscólia el 24 de diciembre de 1952. En Cuaderno clandestino del
príncipe Ateñupalemzah (2008) aparece como “Narrador, poeta, cantante y fabulador oral, nivolista.
Nació en Krepuscólia, probable provincia de Paraguachoa, ‘un día que Dios
estuvo enfermo.’ Hijo de Rita Guayke y de Eduardo González Vallenilla. (…) Su
obra fue proscrita y murió en tierra extranjera”. El lector atento se debe
estar preguntando hacia donde nos dirigimos con este vaciado de datos
contradictorios, absurdos, negados a la mínima credibilidad. Antes de
continuar, detengámonos en una cita de Ítalo Calvino: “Soy todavía uno de
aquellos que creen, junto con Croce, que de un autor cuentan sólo las obras
(cuando cuentan, naturalmente). Por eso no doy datos biográficos, o los doy
falsos, o, de todos modos, trato de cambiarlos vez tras vez. Pregúnteme lo que
quiera saber, y se lo diré. Pero no le
diré nunca la verdad; de eso puede estar segura”. (Los libros de los otros, 1991). Nos adelanta Calvino un hecho muy marcado en la literatura
contemporánea: La predominancia que otorga la crítica a la obra con
prescindencia del autor, llevada por la idea de que en la autonomía de la obra
la intrusión de la biografía nada aporta ni mucho menos explicará lo que por sí
misma no puede ofrecer en el cuerpo del relato. A esto habría que añadir la
otra ficción que rodea a cualquier ciudadano, sea autor de obras literarias o no.
La realidad del uno no es la realidad del otro. La cosmovisión de los unos no
es la cosmovisión de los otros. La bandera de estos, no es la bandera de
aquellos. El solo hecho de que no haya dos seres que piensen igual nos da una
idea del laberinto de la sociedad humana. Una cosa es el ciudadano Eduviges
González con sus vivencias particulares y sus modos de entendérselas con el
mundo; otra, el escritor Chevige Guayke en un oficio que reparte sus dones
entre la poesía, el relato, el ensayo, el artículo, el prólogo al amigo, etc.;
y otra, el “narrador” o el “yo poético” que recurren a estratagemas
lingüísticas, a ardides verbales para construir una historia personal que
trasiega lo que va decantando la memoria de ese alguien que ha sido expulsado
del paraíso de la infancia. Tres entidades en un mismo sujeto y, para colmo,
irreales las tres. Ninguna de ellas es garante de la palabra que profiere.
Ninguna de ellas establece verdades absolutas, porque son entes de ficción;
pero, contradictoriamente, cada una de ellas constituye una realidad y una
verdad en su particular universo.
CREPUSCÓLIA IV
El crepúsculo está vinculado al atardecer
de la vida, a la caída de las sombras para que se enseñoree la noche. En ese
ínterin, unos se amarran al crepúsculo, otros se aferran a la noche y, los más,
bajan de sus sueños al día, que es campo de Agramante. En la panorámica del
crepúsculo unos ponen en juego su lirismo; alguien descifra los misterios del
universo, mientras que los niños corren a refugiarse bajo las faldas familiares
porque, si cae el telón nocturno, aparecen los fantasmas, las estantiguas que
el folklore hogareño ha sembrado en los infantes: A mí me gusta andar solíngrimo por aquí por la bahía y no me da ningún
culillo/ de noche sí es verdad que me da culillo andar por los lugares de Crepuscólia/ porque siempre están
minados de duendes y de chiniguas y de encapotados… (Solíngrimo, p.95). A unos apesadumbra, a otros alegra y embriaga.
De una vastedad de miradas nació Crepuscólia: Disolución del presente; paraíso
de una infancia que, a pesar de adversidades y penurias, congrega los mejores
fastos de su calendario personal- intemporal, en el caso del bloque de obras
más relevantes que ha publicado Chevige Guayke, para construirnos ese lugar de
lo posible. Crepuscólia, como las ciudades
invisibles de Ítalo Calvino, como la Nefelecocigia de Aristófanes, tiene
sus fundaciones en el transparente, puro aire del espíritu, sostenida por ese
“triple lazo: imaginación, memoria y poesía”, tal como enfoca la infancia
Gaston Bachelard, al hablarnos de “ese fenómeno humano que es una infancia
solitaria, una infancia cósmica” (Poética
de la ensoñación, p. 160). La infancia se rearma con fragmentos, con retazos
que van dejando ver esas intermitencias de la conciencia, lo que no dejará de
ser un rompecabezas al que siempre le faltarán piezas. …más que recoger caracoles yo lo que vengo es a pensar/ aquí frente al
mar de Crepuscólia que es más bonito
que el mar de Juangriego. (Solíngrimo,
p. 97), nos advierte el narrador-poeta que divaga de un libro a otro en la propuesta
literaria de Guayke. Juangriego ha dejado de ser, se ha desleído en la memoria
del poeta, el que se sirve de transgresiones sintácticas y verbales para
arrogarse otro nacimiento: Crepuscólia es mi descubrimiento, y yo le nazco mi infancia silenturna y fría. (Solíngrimo, p. 17). Los acontecimientos aquí tienen sus acomodos,
sus arreglos. En Crepuscólia se sortea la conveniencia; en Juangriego la vida
es ríspida, cruel, ensombrecida por los abandonos; apenas en las vagas
distancias del tiempo se dibuja la bahía con su mar de esparcimiento y olvido.
En Crepuscólia el mar es de llanto, las aguas permanecen estancadas, en ella se
construye el espacio de la resignación y se le rinde culto a los muertos. Los
personajes flotan en otra atmósfera, protegidos por el dios tutelar de la
infancia: Como Dios vive cerca de aquí de
mi casa/ yo le voy a decir que me haga el favor/ de dejarme así pequeñito como
estoy ahorita. (Solíngrimo, p.38). El hablante lírico en este libro de
Chevige Guayke ya no es el adulto que recrea su infancia, sino que es la voz
del pasado, esa primera estación de la vida con sus prerrogativas y su microcosmo.
Territorio de fantasmas y difuntos, como en las patrias imaginarias de Juan
Rulfo, Crepuscólia se alimenta de nada, de tristeza, de crepuscolía, de alucinación y delirio, donde el silencio y la
soledad son la mejor oferta. Por Juangriego pasó el padre que no pudo ser; en
Crepuscólia su existencia es posible: Tiene también infancia, ama, sufre,
quiere a su hijo y hasta llega a ser General: Conversador como él no ha vuelto a verse en Crepuscólia. La gente se
desvivía por escuchar al General Eduardo Vallenilla, mi padre. (Historias que se cuentan solas, p. 77). Así Rita, la mujer más triste del puerto: y fue Rita Antonia González la primera mujer
que murió alegre en Crepuscólia (Sic
transit gloria mundi, p. 53). Sarcasmo
e ironía operan trastrocando las historias de una ciudad a la otra, de manera
que se cumpla el deseo de la fallida infancia. La bruma en el mar de
Crepuscólia es humor negro, la más burlesca risotada estalla en sus orillas, en
tanto que su estruendo se oye en Caballo Blanco, en Los Sopladores, en La
Puntilla y en El Bajo de Juangriego, al extremo que despierta al último
habitante del Callejón La Perla, quien ve ante sí un lánguido espejo de desamparos…
ITINERARIOS DE LA POESÍA NEOESPARTANA
Ramón Ordaz
El mar como concepto físico que
remite a esa distribución de las aguas en el planeta, tal vez no trascienda la
referencia atmosférica, el idealizado aposento de unos coaservados que el curso
de los tiempos convertiría en matriz de la vida de la tierra. La ciencia ha
hecho del mar uno de sus ostentosos laboratorios. Espacio de la aventura, del
viaje, de las metamorfosis. Espejismo, ilusión, misterio, el mar tiene sus
héroes, sus descubridores, sus legendarios pasos de uno a otro lugar en la
esfera terrestre. Es también lugar del Génesis: el prístino lecho de partos y
mitologías y cosmogonías. “...y el espíritu de Dios se movía sobre la
superficie de las aguas. Y dijo Dios: Júntense las aguas que están debajo de
los cielos en un lugar y descúbrase la seca. Y fue así. Y llamó Dios a la seca
Tierra y a la reunión de las aguas, llamó Mares.” Noé, por su parte, el
escogido por Yhavé para preservar la vida en la tierra, fue uno de esos
extraños que navegó los mares a merced de la divinidad. Su periplo vierte en el
fabulario del mundo muchos otros microrrelatos del diluvio que tiene como más
viejo antecedente la historia narrada en el Gilgamesh. Moisés
será el otro salvador bíblico por el camino de las aguas que, valido de
milagrosas estrategias, conduciría a su pueblo por las más insólitas cuencas
marinas del mar Rojo. Las cantadas y celebradas hazañas de Ulises y Eneas
tienen muchas de ellas por escenario el mar. El mar en la antigüedad es otro
terrible laberinto, oscuro, casi abismo, que los saberes de entonces poblaban
de fantásticos moradores, de monstruos, de inhóspitas entidadaes como Behemot y
Leviatán, comparables a las que el mundo virtual del cine y las computadoras ha
vulgarizado en nuestros días en los video-juegos. Hasta bien encaminada la Edad
Media el mar conservó el límite de lo recóndito, de lo impenetrable, de lo
tenebroso. Si una barrera embistieron los grandes navegantes fue esa: irrumpir
en las fronteras del Proceloso, del mar arcano. Ese tránsito llenó de gloria a
los viajes de Cristóbal Colón y a quienes emularon esa primera osadía sin dejar
de lado, por supuesto, los antecedentes de las rutas marítimas portuguesas que
se inscriben también en la leyenda del Almirante. El mar, o mejor, los mares
del continente americano ofrecieron después de 1492 sus portentos a nuevos
ciclos, a ese repensar el mundo que entra y sale por sus vertientes sembradas
de acontecimientos. Nuevas historias, nuevas cosmogonías, nuevas miradas y
deseos emergieron en los litorales de los nuevos territorios:
Después llegó cerca de
la isla de Margarita y llamóla Margarita, y a otra cerca della puso nombre el
Martinet. Esta Margarita es una isla que tiene de luengo 15 leguas y de ancho
cinco o seis (y es muy verde y graciosa por de fuera, y por dentro es harto
buena, por que está poblada; tiene cabe sí, a la luenga, leste gueste, tres
isletas y dos detrás della, Norte-Sur: el Almirante no vido más de las tres,
como iba de la parte del Sur de la Margarita.1
Bartolomé
de Las Casas, Hernando Colón, Juan de Castellanos son los primeros en datar el
nuevo mundo insular. Efraín Subero en su antología de la Poesía Margariteña
señala que ésta se inaugura con los nombres de Jorge de Herrera (1543), Gonzalo
de Zúñiga (1561) y Pedro de la Cadena (1563). Aún así, el mismo Subero reconoce
que “La poesía de los comienzos le pertenece íntegramente a Juan de Castellanos
y a su famosa Elegía a los varones ilustres de Indias”2.
Castellanos hace alusión en su Elegía a los “principales” de
entonces, entre los que destaca el nombre del poeta Jorge de Herrera, así como
despacha todo un novísimo ejercicio de galantería a las mujeres que habitaban
la isla. Catalina de Rojas “en donaire, gracia y en talante,/ allí no vimos
cosa semejante”; Ana de Rojas “cuya cara /podía convencer a la de Diana”; Francisca
Gutiérrez “cuyas gracias, facecias, cuyas sales/ no hallan semejantes ni aun
iguales”; Isabel de Reina “En el cuerpo hermosa y en el alma”. Hasta para las
difuntas tiene Juan de Castellanos la palabra celebratoria de sus octavas
reales.
Después de Gaspar
Marcano (San Juan Bautista, 5-1-1781- Maracaibo, 1821), poeta épico que cantó
algunas hazañas del pueblo margariteño en la época de la Independencia, habrá
que esperar hasta el presente siglo para que algunos nombres comiencen a
articular una voz propia, a deslastrarse del fardo heroico de la gesta
patriótica, del sostenido peso de una tradición que aún en nuestros días posee
sentidas marcas en los diversos ejercicios de la palabra en el hombre
neoespartano.
Luis
Castro, el autor de Garúa, gracias a su paso por la experiencia
vanguardista, empieza a alejarse de los determinismos históricos y formales del
pasado en la isla. Si bien adscribió su estética a las circunstancias de la
época, ya advertimos en él una poética liberada y desprejuiciada, ajena a los
retoricismos en boga, inclinada hacia nuevas formas de expresión, poseído de un
oficio de síntesis que despeja y abona el trayecto de una escritura poética
para aquellos que están prestos a recoger su mensaje boyante. El siguiente
poema es evidencia de la búsqueda de Castro:
El
mar
Cínico
no hace más que reír
reír
Sátiro,
posee
la playa histérica
Las
olas voluptuosas
Copulizan
las rocas
Hay espasmos de espumas. 3
Antologizado
más tarde en selectas ediciones de sus poemas, Vicente Fuentes (Isla de Coche,
11-11-1898; Caracas,19-3-1954) da para creer que es el poeta que empieza a
traducir en su palabra los avatares y maravillas del mar, a extraer del inmenso
texto del mar los fulgores de nuevas lecturas. Su poesía dialoga con “la mar
resonante”, canta en la noche marina invocando los espectros familiares: “Vamos
hacia los puertos poblados/ de mástiles y de extrañas voces,/ hacia aquellas
mujeres frágiles/ que a menudo y sonriendo/ dejamos llenas de angustia en los
puertos”.4 Sobre su
poesía ha dejado un certero juicio el prologuista de su obra, Luis Villalba-Villalba:
Poeta, lo fue indudablemente. Como
los malogrados Luis Castro, Navarro González y Jesús Marcano Villanueva, buscó
en el arte refugio para sus inquietudes y secretos anhelos. En sus versos, como
en Mar de las Perlas de Pedro Rivero o en el Velero Mundo
de Lárez Granado, intacta está la huella con que la vida dura del mar
estremeciera las más sensibles y recónditas fibras de su espíritu.5
Cuál fue la formación literaria de
Vicente Fuentes no es algo que nos proponemos ponderar aquí. De su venero
otorgamos lugar de privilegio al poema “El bravo aventurero”6, en el
que subyace una lectura mítica del universo marino, cierto buceo en la
ancestralidad que ofrece en perspectiva cada hombre del mar. El fondo mítico,
lavatorio donde el dios expurga sus penas y empieza a parecerse a los hombres
en una escala que borra del tiempo todo rastro cronológico.
En el poema “El bravo aventurero”
hombre y dios emprenden una cómplice travesía bajo una divisa que así como
celebra la beatitud de la llama, la luz que desprenden las metamorfosis, por la
huella de los sudarios habla el sacrificio que vuelve símbolo de redención. ¿El
cuerpo ensangrentado de Prometeo no se expresa también en los incesantes
trabajos del mar?
“Isla” es uno de los tantos sonetos
que emerge de la lengua autónoma con que trabaja su tapicería lírica Pedro
Rivero. Dice Mircea Eliade que “una de las imágenes ejemplares de la Creación
es la de la isla que ‘aparece’ de repente en medio de las olas”7. Es
la suya una “Isla” particular de la poesía que emerge y exhibe su nácar y su
pañuelo en la arquitectura de catorce endecasílabos. Rivero constituye uno de
los poetas margariteños dado a conocer durante las primera décadas del presente
siglo que mantuvieron una fidelidad con el oficio, tal como lo haría su
contemporáneo Francisco Lárez Granado. Autor de los libros El mar de las
Perlas (1943), El Mar de Ulises y Porlamar (1952), El
pescador de ánforas (1954), se distinguió por ser un artífice del soneto,
distinción anticuada y “superviviente efectivo de la retórica renacentista, de
la época moderna”8, como lo juzga Fernando Paz Castillo en un ensayo
sobre Rivero; supervivencia que puede reconocerse incluso en autores del
presente como Eugenio Montejo. Y es que en cuanto al empleo de recursos
poéticos, Pedro Rivero tuvo admiraciones que iban desde su reconocimiento al
zuliano Ismael Urdaneta hasta el cumanés José Antonio Ramos Sucre. Advertimos
en sus sonetos cuánto constriñe el verbo y la imagen y cómo a la manera de
Ramos Sucre se impone la elisión del relativo. Buscaba, como confiesa él mismo
en el epílogo de El mar de las Perlas, la “austera elegancia” del
autor de Las formas del fuego. Suyos son algunos poemas
memorables arrancados a los espejismos
del mar, ese “mar ingente” en el que tiene su oculto ministerio el ancla, la
gaviota, la ola. Sabemos que no hay palabras para recoger los misterios del
mar, que el trance de la observación ensimismada es inexpresable; sin embargo
otro cantor ya referido en líneas anteriores se hará el acreedor de un significativo
designio: Poeta del mar.
La decisión de quedarse en su isla,
después de haber sido un andariego del mar y la tierra firme, le confiere una
singularidad y una autenticidad poco común en nuestros escritores, pero en la
que interviene también una contraparte, ya que lo condenó a un no deseado
silencio de su obra. Todavía hoy Francisco Lárez Granado es prácticamente un
desconocido en la literatura venezolana. Un prologuista de su obra, Jesús
Enrique Rodríguez, puntualizaba lo siguiente acerca de lo incierto de ese
destino:
Francisco Lárez Granado se ha quedado
en Margarita contra viento y marea, sosteniendo una posición de abanderado de
la cultura. Desafortunadamente los intelectuales que se quedan en la provincia
pasan como cifras sin valor en el campo de las valorizaciones del esfuerzo
creador y sólo para vivir en la anonimia. 9
Las
anteriores palabras cobran su vigencia todavía más cuando al producirse su
muerte, poca o ninguna repercusión tuvo en el ámbito de la literatura nacional.
¿Quién si no su mirada profunda ha
podido cantar al mar con pasión viajera? ¡Sólo la paciencia de sus años sobre
esa superficie de zafiro y plata ha podido transmitirnos la emoción de sus
aguas interiores! Desde el granado lar, Lárez Granado ha sabido vincularse a la
fuerza de sus oleajes, a los ritmos y navegaciones del verso ganado a lo
insondable a través de un clímax expresivo que nos familiariza a su vez con el
pescador. Con el tesón de las ciudades de mar, con la sed y soledad del trópico
insular, con los pregones marinos y con los oficios y las artes de un pueblo.
En la poesía de Lárez Granado encontramos la síntesis de lo que es en esencia
la insularidad de Nueva Esparta. No tienen los pueblos del mar en nuestro país
un cantor de la elevación y diafanidad que conseguimos en su obra.
Un año antes de su muerte sostuvimos
una conversación con él, mientras paseábamos por el malecón de Juan Griego. Sus
pasos silentes, su mirada infinita prendada a los horizontes, la bondad y
sencillez en el habla, su constancia de trovador que todas las tardes iba a
conversar con los crepúsculos y la sonrisa de una siempreviva nostalgia nos
hace testigo de su oficio. Después de la puesta de sol, arribando hacia las
siete de la noche, una mágica luminosidad cubría el cielo septembrino de Juan
Griego. El fenómeno celeste lo convocaba al rito de una “iluminación”. Poeta,
le preguntamos entonces: ¿Cuál de sus libros le ha brindado más satisfacciones?
La región en las olas, nos responde sin cálculo alguno, con
serenidad. Hay allí prosa y poesía, crónicas poéticas de ciudades y pueblos, de
su playas y lagunas, de sus usos y costumbres, de puertos desaparecidos, hechos
de la gesta emancipadora, crónicas del amor y la esperanza. Incluiría también
un primer libros Playas y Cuadernos de mar por los muchos
trabajos que pasé en Caracas para publicarlos.
Parco en sus respuestas, contundente
en sus silencios, a sus años cuánto sabría su humanidad de tempestades y
borrascas y de íngrimas presencias por los esmaltados caminos de mar. Tenía la
piel de un marino embargado por el misterio, plural y único; uno de esos
hombres de un pasado reciente que labraban el costillar de las naves y
voluntariosos iban y venían bajo los flujos embriagantes de las conversaciones.
“Yo no viviría, nos llegaría a decir, si no hubiera sido poeta. Yo he seguido
con mucho cariño este pensamiento de Miguel Hernández: El hombre anda solo por
el mundo. Pero en general, no lo sabe. Se da cuenta de la infinita soledad el
hombre que, además de hombre, es poeta. Para él están reservadas desde el
principio las terribles tempestades de la soledad”.
Esa soledad del hombre y del poeta
pudo sobrellevarla Francisco Lárez Granado aferrado a un timón que no todos
sabemos gobernar. Soledad también de ese inmenso palimpsesto del que
entresacaba las partituras con que iba edificando su obra. Cabalgaba siempre
sobre el caballo del mar, su “perenne inquietud”. “Violines en la noche” es una
invitación al viaje de impredecibles sonoridades y que debemos escuchar en
homenaje al poeta:
Violines en la noche silenciosa y
ardiente.
Entre bosques de jarcias luna ambarina
baila.
Vibra el cristal marino, vibra el
cristal celeste,
Y un vuelo de trinos del litoral se
alza...
Uñas de luz pellizcan el cielo de los
peces,
clamores de naufragio ruedan a flor de
agua,
sus caminos estiran abandonados
muelles
y hay una flor de ensueño temblando en
cada alma.
Con la emoción del ancla en cruz sobre
la proa,
graves navíos se enrumban hacia
ignoradas costas,
velámenes de adioses ondean en la
ribera,
el viento herido pasa gimiendo entre
algodones
y trémulos agudos se escuchan en la
noche
como si manos hábiles limaran una
reja...10
Después
de Lárez Granado que tuvo al mar como su camarada, como afectivo lugar del
canto, y por cuyos pergaminos de agua se desplaza la escritura de una libertad
que el hombre debe conquistar en su batalla diaria; nombres como los de Ángel
Félix Gómez, Gustavo Pereira, Víctor Salazar, Juan Salazar Meneses ofrecen
distintas perspectivas de lectura del mar, en los que advertimos desde el tono
lírico amoroso de Víctor Salazar hasta el acento elegíaco y desalentador que
tiene la presencia del mar y la isla en la obra del poeta Ángel Félix Gómez. De
este último son los versos siguientes, en los que la nostalgia del mar es su
ausencia y su presencia:
En la casa de los antepasados
se habla del mar
Sólo en los recuerdos de los ancianos
Ya los hombres no son los mismos dicen
y hasta el mar es otro
Las bocas de Trinidad
no asustan a nadie
Ni el mar es el diluvio
que nos separa de tierra
No se izan las velas
ni se sabe de dónde viene el viento.11
Ese “templo del tiempo”12,
inmensidad plegable en la razón imaginante; textualidad siempre virgen en el
incesante movimiento, vierte también su tinta, tinta de mar, con la que escribe
el poeta las más intrépidas navegaciones del espíritu. Las inscripciones del
mar las borra la instantaneidad de la luz diurna, la fulminante vastedad de su
cromatismo, la cópula nocturna de todos sus misterios, en la que sólo es
posible la huella de la poesía, la estela marina de lo que trasciende como
sosegada búsqueda en el inabordable palimpsesto. La celebración del mar, el
aire festivo que ondea en su superficie, el acantonado asombro que emerge de
sus profundidades, el espejeante ondular de las crines del caballo de mar de
Lárez Granado o el equinoccio lírico de la navegación en sus aguas a la manera
de Víctor Salazar, por decir, comienza a palidecer, a ofrecer una desvaída
imagen de litorales y puertos, de apocadas islas en el roturado azul. Se
advierte, entonces, un distanciamiento indeseable; un afán que pareciera
centrar su semejanza en lo que reza un verso de Valery: “La vida es vasta
porque está ebria de ausencia”13.
El poeta Ángel Félix Gómez quisiera,
pudiera cantar el mar de sus antepasados, pero su poesía se resiente de una ausencia,
de un espacio muerto en los menesteres del mar. De allí sus convulsionadas
cartas poéticas en las que tienen lugar destacado los naufragios y los olvidos.
Los títulos de sus poemarios transitan un soledoso periplo por el que su
palabra zarpa inevitable hacia un mundo de carencias, hacia un lugar que obliga
a rememorar los hechizos de una correspondencia con el pasado, donde señalan
sus habituaciones los flujos de cierta magia poética del mar. El mar siempre es
algo anterior en cualquier conciencia poética. Por esto Ángel Félix Gómez clava
sus cenizas en el suntuoso, crematístico presente sin que lo asedie la
necesidad de respuesta alguna. El mar, puerto de esperanza, llega abatido a su
poesía. En este contexto debemos puntualizar que su obra poética tiene una
inflexión importante en la poesía que aborda la temática del mar en la isla.
Inferimos en este breve recorrido cómo
los registros del mar en la poesía isleña van desde el sustrato mítico,
histórico, mágico, impresionista, hasta el mar de los diarios oficios, mar de
pueblos y ciudades en su lírico esplendor y, mar también del desarraigo, del
desasosiego y de la pérdida, mar de la ausencia y de la plenitud por todo lo
que reverbera de amor en sus costas; mar, en fin, que siempre recomienza como
duda, nuevas escrituras emergen, emergerán en páginas de las que dará razón la
posteridad. Bajo la luz del faro se advierten los nombres de Magaly Salazar,
Carlos Cedeño, Luis Emilio Romero, Luis José Malaver, poetas de la más pronta
referencia.
Notas
(1) Bartolomé
de Las Casas. “Capítulo CXXXVII”.En: Alí Enrique López Margarita y Cubagua
en el paraíso de Colón. Mérida, coedición Gobernación del Estado
Nueva Esparta – Rectorado de la Universidad de Los Andes, 1998, p. 141.
(2) Efraín
Subero. Poesía margariteña. La Asunción (Estado Nueva Esparta), Ediciones del Ejecutivo del Estado
Nueva Esparta, 1967, p. 19.
(3)
Luis Castro. Garúa, Caracas, Biblioteca
Popular Venezolana, 1969, P. 40.
(4) Vicente Fuentes. “Cuando haya caído la noche
inmensa”. Selección de poemas. Nueva
Esparta, Imprenta Oficial, 1974, p. 16.
(5)
Ibídem. Pp. 10-11.
(6)
Ibídem. p. 21.
(7)
Mircea Eliade. Lo sagrado y lo
profano. Colombia, editorial
Labor, 1996, p. 112.
(8) Fernando Paz Castillo. “Pedro Rivero”. Reflexiones del
atardecer, Caracas, Ediciones del Ministerio de educación, 1964, p. 330.
(9)
En: Francisco Lárez Granado. Poesías completas,
Fundaconferry, 1982. p.
(10) Ibídem. p. 206.
(11) Ángel Féliz Gómez. Canto
de los naufragios, Isla de Margarita, Taller Artes Gráficas Arpón, 1974. p.
15.
(12) Paul Valery. “El
cementerio marino”. Poetas franceses contemporáneos. Buenos Aires,
Ediciones Librerías Fausto, 1974. p. 184.
(13)
Ibídem. p. 186.
(14) Saint-John
Perse. Mares. Caracas, Imprenta Universitaria,
1961. p. 55.
Foto: tomda de jwww.elsoldemargarita.com.ve
Foto: tomda de jwww.elsoldemargarita.com.ve
viernes, 29 de junio de 2012
LUIS
EMILIO ROMERO: LA CLARIDAD HECHICERA
Ramón Ordaz
Para
un buen lector todo libro es una carta de navegación. En él encontramos las
rutas que escojamos, no necesariamente las que presume el autor. Las palabras
en un libro, y más si es de poesía, viven su propia errancia; propician los más
inverosímiles encuentros con sus lectores y acometen las más descaradas
infidelidades con quien los trajo al mundo. El libro como las palabras son
huérfanos hasta tanto no dan con la caridad del lector; caridad aquí contiene
la pureza y desinterés de la filosofía cristiana, y dejemos en paz cualquier
asunto de teología. Pero dando por hecho que la criatura consiguió el padre de
adopción, viene luego la ardua tarea de conocerla y advertir los reparos a que
haya lugar, para poder amarla sin reservas. Leer un libro es establecer una
relación amistosa con un extraño; escribir sobre él es adoptarlo, y adopción,
cualquier adopción, implica una entrega y un compromiso, el tácito contrato de
esa relación afectiva que mantenemos con el mundo. Un compromiso es lo que
hemos adquirido con Luis Emilio Romero, más que con él, con su poemario Pájaro
de noche (2007); es decir, que estamos obligados a decir unas palabras como
exorcismo para que padre e hijo no sufran las penitencias de las almas en pena.
Y decir unas palabras sobre un contrato de adopción no puede prestarse a
ligerezas; se piensa dos veces lo que se va adquirir o a adoptar. Pájaro de
noche es una de esas criaturas que nos arroja al delirio de pensarlo, más
todavía si en el pórtico de entrada nos esperan dos epígrafes: uno del padre de
Altazor, Vicente Huidobro; otro del gran fabulador de Crepuscolia y Karbhoro,
Chevige Guayke. De manera que el acto
sencillo de adopción se complejiza en el trayecto que va del título a los epígrafes.
¡Cómo arma su techo, cómo construye su nido el Pájaro de noche! Ya no es Luis
Emilio Romero, sino que son aventados a nuestra lectura un chileno y un ñero,
de donde es fácil concluir que nos las vemos ahora con una familia, esa gran
familia que es la poesía latinoamericana.
Luis Emilio Romero |
CAMINO A LA ILUSTRACIÓN II


Ramón Ordaz
Quien hurga en libros, archivos y documentos
aspira algún día a dar con un tesoro de historia desconocida, con algunos de
esos eslabones que permitan sacar a la luz los esplendores de una tradición que
fue desintegrando la herrumbre del tiempo hasta dejarla sepultada bajo
infinitas capas de polvo. Se requiere optimismo y fe ciega en el porvenir, como
quien desea la concesión de un último don: alargar su presente. Es esa una
batalla que se hace con el corazón, pero que al final la tenemos perdida. Por
eso es que, conscientes de la brevedad de la vida, muchos prefieren hacer
cortes inteligentes en la Historia, de manera de poder abordar discretamente
una época, un período, un lapso histórico concreto; aún así, no se camina por
un campo de certeza, sino por el mundo de lo posible. El sabio naturalista
francés, George Cuvier, acuñó una frase de incuestionable valor: “Dadme un
hueso y os reconstruiré el animal”, la que sustentaba su principio de correlación orgánica. Si extendemos este
principio a muchos acontecimientos de la vida en la tierra, a la biología
animal como lo hizo Cuvier, por qué no asumir la correlación orgánica en los actos sociales y, entre ellos, la
producción de una literatura en cualquier orbe. Muy al lado de la correlación está la idea de inferencia de que se vale un
investigador llegado al punto de sacar conclusiones. De la mano con las
palabras de Cuvier vamos a intentar aproximarnos a ese pasado cultural nuestro,
enmalezado, entre escombros y sombras su fachada, cuyos signos exhiben activa e
hidalga memoria en el presente. Para no demorar más nuestro propósito,
señalemos de una buena vez que el siglo XVI tiene vastas coordenadas visibles a través de
los cronistas de Indias, los viajeros, los conquistadores, los gobernadores y
agentes de la corona española que dejaron testimonio de sus pasantías por las
colonias americanas. El siglo XVII sigue siendo ese período de nuestra historia que parece haber vivido en
hibernación, en el que los acontecimientos no parecen haber alcanzado mayor
relevancia y en el que la vida cotidiana aparenta haberse diluido en ese corto
itinerario que va de la sacristía a la hacienda, amén de las honorarias valijas
comerciales trasatlánticas que fue radicando y estabilizando una casta social y
política en el Nuevo Mundo. Para el caso de Margarita es inaplazable hacer
referencia al gobernador Bernardo Vargas Machuca (Simancas, España, 1555 – Madrid, 1622), quien sería pionero en introducir transformaciones
importantes durante su estancia en la isla. “Resulta, pues, que el Capitán
Gobernador –advierte Guillermo Morón citado por Jesús Manuel Subero- transformó
la ciudad toda, juntamente con la isla. Afianzó la tradición de casi un siglo
con obras públicas, de gran provecho para la ‘ilustración’ de aquella capital.
Había llegado a la isla después de una larga carrera de armas y letras”. Vargas
Machuca no solo fue un emprendedor de obras de infraestructura en la isla, sino
que detrás de su trayectoria de gestor de obras públicas en La Asunción de
entonces, estaba el autor de algunos libros que historiaban los acontecimientos
de la época. El prólogo de su Defensa de
las Conquistas de las Indias fue escrito en la isla en 1612. (Subero, Libro de La Asunción, 1997). Estemos o no de acuerdo con la visión del escritor Vargas Machuca,
esa es la historia, y nada ni nadie pueden cambiarla. Estos hechos significativos
en la isla, de los cuales no podemos asegurar que carecieron de continuidad,
son hoy parte de su memoria ilustrada. Quedaría por añadir el interés que adquiría
para los piratas y corsarios que incursionaban y se aventuraban por estas
costas del Caribe para un intercambio comercial que estaba signado
fundamentalmente por el contrabando. Margarita en ese siglo XVII se distinguía por la explotación
perlífera y el tráfico negrero por su puerto más importante. Es este un cuadro
resumido de lo que acontecía; pero, en general, suscribimos la síntesis que nos
da sobre este siglo Arturo Uslar Pietri: “El siglo XVII es el de la larga espera silenciosa. Nada
cambia, nada crece, nada sucede. Vienen y van los gobernadores, se reúnen los
cabildos, se cantan los Te Deum y los
funerales, pero en el vecindario están los mismos nombres con las mismas
tierras”. (Arturo Uslar Pietri et al.
Venezuela 1498
– 1810 Caracas, 1965). Con este apacible y a veces turbio
panorama entramos al siglo XVIII.
jueves, 28 de junio de 2012
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Foto: http://ceipac.gh.ub.es |
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