Ramón Ordaz
El mar como concepto físico que
remite a esa distribución de las aguas en el planeta, tal vez no trascienda la
referencia atmosférica, el idealizado aposento de unos coaservados que el curso
de los tiempos convertiría en matriz de la vida de la tierra. La ciencia ha
hecho del mar uno de sus ostentosos laboratorios. Espacio de la aventura, del
viaje, de las metamorfosis. Espejismo, ilusión, misterio, el mar tiene sus
héroes, sus descubridores, sus legendarios pasos de uno a otro lugar en la
esfera terrestre. Es también lugar del Génesis: el prístino lecho de partos y
mitologías y cosmogonías. “...y el espíritu de Dios se movía sobre la
superficie de las aguas. Y dijo Dios: Júntense las aguas que están debajo de
los cielos en un lugar y descúbrase la seca. Y fue así. Y llamó Dios a la seca
Tierra y a la reunión de las aguas, llamó Mares.” Noé, por su parte, el
escogido por Yhavé para preservar la vida en la tierra, fue uno de esos
extraños que navegó los mares a merced de la divinidad. Su periplo vierte en el
fabulario del mundo muchos otros microrrelatos del diluvio que tiene como más
viejo antecedente la historia narrada en el Gilgamesh. Moisés
será el otro salvador bíblico por el camino de las aguas que, valido de
milagrosas estrategias, conduciría a su pueblo por las más insólitas cuencas
marinas del mar Rojo. Las cantadas y celebradas hazañas de Ulises y Eneas
tienen muchas de ellas por escenario el mar. El mar en la antigüedad es otro
terrible laberinto, oscuro, casi abismo, que los saberes de entonces poblaban
de fantásticos moradores, de monstruos, de inhóspitas entidadaes como Behemot y
Leviatán, comparables a las que el mundo virtual del cine y las computadoras ha
vulgarizado en nuestros días en los video-juegos. Hasta bien encaminada la Edad
Media el mar conservó el límite de lo recóndito, de lo impenetrable, de lo
tenebroso. Si una barrera embistieron los grandes navegantes fue esa: irrumpir
en las fronteras del Proceloso, del mar arcano. Ese tránsito llenó de gloria a
los viajes de Cristóbal Colón y a quienes emularon esa primera osadía sin dejar
de lado, por supuesto, los antecedentes de las rutas marítimas portuguesas que
se inscriben también en la leyenda del Almirante. El mar, o mejor, los mares
del continente americano ofrecieron después de 1492 sus portentos a nuevos
ciclos, a ese repensar el mundo que entra y sale por sus vertientes sembradas
de acontecimientos. Nuevas historias, nuevas cosmogonías, nuevas miradas y
deseos emergieron en los litorales de los nuevos territorios:
Después llegó cerca de
la isla de Margarita y llamóla Margarita, y a otra cerca della puso nombre el
Martinet. Esta Margarita es una isla que tiene de luengo 15 leguas y de ancho
cinco o seis (y es muy verde y graciosa por de fuera, y por dentro es harto
buena, por que está poblada; tiene cabe sí, a la luenga, leste gueste, tres
isletas y dos detrás della, Norte-Sur: el Almirante no vido más de las tres,
como iba de la parte del Sur de la Margarita.1
Bartolomé
de Las Casas, Hernando Colón, Juan de Castellanos son los primeros en datar el
nuevo mundo insular. Efraín Subero en su antología de la Poesía Margariteña
señala que ésta se inaugura con los nombres de Jorge de Herrera (1543), Gonzalo
de Zúñiga (1561) y Pedro de la Cadena (1563). Aún así, el mismo Subero reconoce
que “La poesía de los comienzos le pertenece íntegramente a Juan de Castellanos
y a su famosa Elegía a los varones ilustres de Indias”2.
Castellanos hace alusión en su Elegía a los “principales” de
entonces, entre los que destaca el nombre del poeta Jorge de Herrera, así como
despacha todo un novísimo ejercicio de galantería a las mujeres que habitaban
la isla. Catalina de Rojas “en donaire, gracia y en talante,/ allí no vimos
cosa semejante”; Ana de Rojas “cuya cara /podía convencer a la de Diana”; Francisca
Gutiérrez “cuyas gracias, facecias, cuyas sales/ no hallan semejantes ni aun
iguales”; Isabel de Reina “En el cuerpo hermosa y en el alma”. Hasta para las
difuntas tiene Juan de Castellanos la palabra celebratoria de sus octavas
reales.
Después de Gaspar
Marcano (San Juan Bautista, 5-1-1781- Maracaibo, 1821), poeta épico que cantó
algunas hazañas del pueblo margariteño en la época de la Independencia, habrá
que esperar hasta el presente siglo para que algunos nombres comiencen a
articular una voz propia, a deslastrarse del fardo heroico de la gesta
patriótica, del sostenido peso de una tradición que aún en nuestros días posee
sentidas marcas en los diversos ejercicios de la palabra en el hombre
neoespartano.
Luis
Castro, el autor de Garúa, gracias a su paso por la experiencia
vanguardista, empieza a alejarse de los determinismos históricos y formales del
pasado en la isla. Si bien adscribió su estética a las circunstancias de la
época, ya advertimos en él una poética liberada y desprejuiciada, ajena a los
retoricismos en boga, inclinada hacia nuevas formas de expresión, poseído de un
oficio de síntesis que despeja y abona el trayecto de una escritura poética
para aquellos que están prestos a recoger su mensaje boyante. El siguiente
poema es evidencia de la búsqueda de Castro:
El
mar
Cínico
no hace más que reír
reír
Sátiro,
posee
la playa histérica
Las
olas voluptuosas
Copulizan
las rocas
Hay espasmos de espumas. 3
Antologizado
más tarde en selectas ediciones de sus poemas, Vicente Fuentes (Isla de Coche,
11-11-1898; Caracas,19-3-1954) da para creer que es el poeta que empieza a
traducir en su palabra los avatares y maravillas del mar, a extraer del inmenso
texto del mar los fulgores de nuevas lecturas. Su poesía dialoga con “la mar
resonante”, canta en la noche marina invocando los espectros familiares: “Vamos
hacia los puertos poblados/ de mástiles y de extrañas voces,/ hacia aquellas
mujeres frágiles/ que a menudo y sonriendo/ dejamos llenas de angustia en los
puertos”.4 Sobre su
poesía ha dejado un certero juicio el prologuista de su obra, Luis Villalba-Villalba:
Poeta, lo fue indudablemente. Como
los malogrados Luis Castro, Navarro González y Jesús Marcano Villanueva, buscó
en el arte refugio para sus inquietudes y secretos anhelos. En sus versos, como
en Mar de las Perlas de Pedro Rivero o en el Velero Mundo
de Lárez Granado, intacta está la huella con que la vida dura del mar
estremeciera las más sensibles y recónditas fibras de su espíritu.5
Cuál fue la formación literaria de
Vicente Fuentes no es algo que nos proponemos ponderar aquí. De su venero
otorgamos lugar de privilegio al poema “El bravo aventurero”6, en el
que subyace una lectura mítica del universo marino, cierto buceo en la
ancestralidad que ofrece en perspectiva cada hombre del mar. El fondo mítico,
lavatorio donde el dios expurga sus penas y empieza a parecerse a los hombres
en una escala que borra del tiempo todo rastro cronológico.
En el poema “El bravo aventurero”
hombre y dios emprenden una cómplice travesía bajo una divisa que así como
celebra la beatitud de la llama, la luz que desprenden las metamorfosis, por la
huella de los sudarios habla el sacrificio que vuelve símbolo de redención. ¿El
cuerpo ensangrentado de Prometeo no se expresa también en los incesantes
trabajos del mar?
“Isla” es uno de los tantos sonetos
que emerge de la lengua autónoma con que trabaja su tapicería lírica Pedro
Rivero. Dice Mircea Eliade que “una de las imágenes ejemplares de la Creación
es la de la isla que ‘aparece’ de repente en medio de las olas”7. Es
la suya una “Isla” particular de la poesía que emerge y exhibe su nácar y su
pañuelo en la arquitectura de catorce endecasílabos. Rivero constituye uno de
los poetas margariteños dado a conocer durante las primera décadas del presente
siglo que mantuvieron una fidelidad con el oficio, tal como lo haría su
contemporáneo Francisco Lárez Granado. Autor de los libros El mar de las
Perlas (1943), El Mar de Ulises y Porlamar (1952), El
pescador de ánforas (1954), se distinguió por ser un artífice del soneto,
distinción anticuada y “superviviente efectivo de la retórica renacentista, de
la época moderna”8, como lo juzga Fernando Paz Castillo en un ensayo
sobre Rivero; supervivencia que puede reconocerse incluso en autores del
presente como Eugenio Montejo. Y es que en cuanto al empleo de recursos
poéticos, Pedro Rivero tuvo admiraciones que iban desde su reconocimiento al
zuliano Ismael Urdaneta hasta el cumanés José Antonio Ramos Sucre. Advertimos
en sus sonetos cuánto constriñe el verbo y la imagen y cómo a la manera de
Ramos Sucre se impone la elisión del relativo. Buscaba, como confiesa él mismo
en el epílogo de El mar de las Perlas, la “austera elegancia” del
autor de Las formas del fuego. Suyos son algunos poemas
memorables arrancados a los espejismos
del mar, ese “mar ingente” en el que tiene su oculto ministerio el ancla, la
gaviota, la ola. Sabemos que no hay palabras para recoger los misterios del
mar, que el trance de la observación ensimismada es inexpresable; sin embargo
otro cantor ya referido en líneas anteriores se hará el acreedor de un significativo
designio: Poeta del mar.
La decisión de quedarse en su isla,
después de haber sido un andariego del mar y la tierra firme, le confiere una
singularidad y una autenticidad poco común en nuestros escritores, pero en la
que interviene también una contraparte, ya que lo condenó a un no deseado
silencio de su obra. Todavía hoy Francisco Lárez Granado es prácticamente un
desconocido en la literatura venezolana. Un prologuista de su obra, Jesús
Enrique Rodríguez, puntualizaba lo siguiente acerca de lo incierto de ese
destino:
Francisco Lárez Granado se ha quedado
en Margarita contra viento y marea, sosteniendo una posición de abanderado de
la cultura. Desafortunadamente los intelectuales que se quedan en la provincia
pasan como cifras sin valor en el campo de las valorizaciones del esfuerzo
creador y sólo para vivir en la anonimia. 9
Las
anteriores palabras cobran su vigencia todavía más cuando al producirse su
muerte, poca o ninguna repercusión tuvo en el ámbito de la literatura nacional.
¿Quién si no su mirada profunda ha
podido cantar al mar con pasión viajera? ¡Sólo la paciencia de sus años sobre
esa superficie de zafiro y plata ha podido transmitirnos la emoción de sus
aguas interiores! Desde el granado lar, Lárez Granado ha sabido vincularse a la
fuerza de sus oleajes, a los ritmos y navegaciones del verso ganado a lo
insondable a través de un clímax expresivo que nos familiariza a su vez con el
pescador. Con el tesón de las ciudades de mar, con la sed y soledad del trópico
insular, con los pregones marinos y con los oficios y las artes de un pueblo.
En la poesía de Lárez Granado encontramos la síntesis de lo que es en esencia
la insularidad de Nueva Esparta. No tienen los pueblos del mar en nuestro país
un cantor de la elevación y diafanidad que conseguimos en su obra.
Un año antes de su muerte sostuvimos
una conversación con él, mientras paseábamos por el malecón de Juan Griego. Sus
pasos silentes, su mirada infinita prendada a los horizontes, la bondad y
sencillez en el habla, su constancia de trovador que todas las tardes iba a
conversar con los crepúsculos y la sonrisa de una siempreviva nostalgia nos
hace testigo de su oficio. Después de la puesta de sol, arribando hacia las
siete de la noche, una mágica luminosidad cubría el cielo septembrino de Juan
Griego. El fenómeno celeste lo convocaba al rito de una “iluminación”. Poeta,
le preguntamos entonces: ¿Cuál de sus libros le ha brindado más satisfacciones?
La región en las olas, nos responde sin cálculo alguno, con
serenidad. Hay allí prosa y poesía, crónicas poéticas de ciudades y pueblos, de
su playas y lagunas, de sus usos y costumbres, de puertos desaparecidos, hechos
de la gesta emancipadora, crónicas del amor y la esperanza. Incluiría también
un primer libros Playas y Cuadernos de mar por los muchos
trabajos que pasé en Caracas para publicarlos.
Parco en sus respuestas, contundente
en sus silencios, a sus años cuánto sabría su humanidad de tempestades y
borrascas y de íngrimas presencias por los esmaltados caminos de mar. Tenía la
piel de un marino embargado por el misterio, plural y único; uno de esos
hombres de un pasado reciente que labraban el costillar de las naves y
voluntariosos iban y venían bajo los flujos embriagantes de las conversaciones.
“Yo no viviría, nos llegaría a decir, si no hubiera sido poeta. Yo he seguido
con mucho cariño este pensamiento de Miguel Hernández: El hombre anda solo por
el mundo. Pero en general, no lo sabe. Se da cuenta de la infinita soledad el
hombre que, además de hombre, es poeta. Para él están reservadas desde el
principio las terribles tempestades de la soledad”.
Esa soledad del hombre y del poeta
pudo sobrellevarla Francisco Lárez Granado aferrado a un timón que no todos
sabemos gobernar. Soledad también de ese inmenso palimpsesto del que
entresacaba las partituras con que iba edificando su obra. Cabalgaba siempre
sobre el caballo del mar, su “perenne inquietud”. “Violines en la noche” es una
invitación al viaje de impredecibles sonoridades y que debemos escuchar en
homenaje al poeta:
Violines en la noche silenciosa y
ardiente.
Entre bosques de jarcias luna ambarina
baila.
Vibra el cristal marino, vibra el
cristal celeste,
Y un vuelo de trinos del litoral se
alza...
Uñas de luz pellizcan el cielo de los
peces,
clamores de naufragio ruedan a flor de
agua,
sus caminos estiran abandonados
muelles
y hay una flor de ensueño temblando en
cada alma.
Con la emoción del ancla en cruz sobre
la proa,
graves navíos se enrumban hacia
ignoradas costas,
velámenes de adioses ondean en la
ribera,
el viento herido pasa gimiendo entre
algodones
y trémulos agudos se escuchan en la
noche
como si manos hábiles limaran una
reja...10
Después
de Lárez Granado que tuvo al mar como su camarada, como afectivo lugar del
canto, y por cuyos pergaminos de agua se desplaza la escritura de una libertad
que el hombre debe conquistar en su batalla diaria; nombres como los de Ángel
Félix Gómez, Gustavo Pereira, Víctor Salazar, Juan Salazar Meneses ofrecen
distintas perspectivas de lectura del mar, en los que advertimos desde el tono
lírico amoroso de Víctor Salazar hasta el acento elegíaco y desalentador que
tiene la presencia del mar y la isla en la obra del poeta Ángel Félix Gómez. De
este último son los versos siguientes, en los que la nostalgia del mar es su
ausencia y su presencia:
En la casa de los antepasados
se habla del mar
Sólo en los recuerdos de los ancianos
Ya los hombres no son los mismos dicen
y hasta el mar es otro
Las bocas de Trinidad
no asustan a nadie
Ni el mar es el diluvio
que nos separa de tierra
No se izan las velas
ni se sabe de dónde viene el viento.11
Ese “templo del tiempo”12,
inmensidad plegable en la razón imaginante; textualidad siempre virgen en el
incesante movimiento, vierte también su tinta, tinta de mar, con la que escribe
el poeta las más intrépidas navegaciones del espíritu. Las inscripciones del
mar las borra la instantaneidad de la luz diurna, la fulminante vastedad de su
cromatismo, la cópula nocturna de todos sus misterios, en la que sólo es
posible la huella de la poesía, la estela marina de lo que trasciende como
sosegada búsqueda en el inabordable palimpsesto. La celebración del mar, el
aire festivo que ondea en su superficie, el acantonado asombro que emerge de
sus profundidades, el espejeante ondular de las crines del caballo de mar de
Lárez Granado o el equinoccio lírico de la navegación en sus aguas a la manera
de Víctor Salazar, por decir, comienza a palidecer, a ofrecer una desvaída
imagen de litorales y puertos, de apocadas islas en el roturado azul. Se
advierte, entonces, un distanciamiento indeseable; un afán que pareciera
centrar su semejanza en lo que reza un verso de Valery: “La vida es vasta
porque está ebria de ausencia”13.
El poeta Ángel Félix Gómez quisiera,
pudiera cantar el mar de sus antepasados, pero su poesía se resiente de una ausencia,
de un espacio muerto en los menesteres del mar. De allí sus convulsionadas
cartas poéticas en las que tienen lugar destacado los naufragios y los olvidos.
Los títulos de sus poemarios transitan un soledoso periplo por el que su
palabra zarpa inevitable hacia un mundo de carencias, hacia un lugar que obliga
a rememorar los hechizos de una correspondencia con el pasado, donde señalan
sus habituaciones los flujos de cierta magia poética del mar. El mar siempre es
algo anterior en cualquier conciencia poética. Por esto Ángel Félix Gómez clava
sus cenizas en el suntuoso, crematístico presente sin que lo asedie la
necesidad de respuesta alguna. El mar, puerto de esperanza, llega abatido a su
poesía. En este contexto debemos puntualizar que su obra poética tiene una
inflexión importante en la poesía que aborda la temática del mar en la isla.
Inferimos en este breve recorrido cómo
los registros del mar en la poesía isleña van desde el sustrato mítico,
histórico, mágico, impresionista, hasta el mar de los diarios oficios, mar de
pueblos y ciudades en su lírico esplendor y, mar también del desarraigo, del
desasosiego y de la pérdida, mar de la ausencia y de la plenitud por todo lo
que reverbera de amor en sus costas; mar, en fin, que siempre recomienza como
duda, nuevas escrituras emergen, emergerán en páginas de las que dará razón la
posteridad. Bajo la luz del faro se advierten los nombres de Magaly Salazar,
Carlos Cedeño, Luis Emilio Romero, Luis José Malaver, poetas de la más pronta
referencia.
Notas
(1) Bartolomé
de Las Casas. “Capítulo CXXXVII”.En: Alí Enrique López Margarita y Cubagua
en el paraíso de Colón. Mérida, coedición Gobernación del Estado
Nueva Esparta – Rectorado de la Universidad de Los Andes, 1998, p. 141.
(2) Efraín
Subero. Poesía margariteña. La Asunción (Estado Nueva Esparta), Ediciones del Ejecutivo del Estado
Nueva Esparta, 1967, p. 19.
(3)
Luis Castro. Garúa, Caracas, Biblioteca
Popular Venezolana, 1969, P. 40.
(4) Vicente Fuentes. “Cuando haya caído la noche
inmensa”. Selección de poemas. Nueva
Esparta, Imprenta Oficial, 1974, p. 16.
(5)
Ibídem. Pp. 10-11.
(6)
Ibídem. p. 21.
(7)
Mircea Eliade. Lo sagrado y lo
profano. Colombia, editorial
Labor, 1996, p. 112.
(8) Fernando Paz Castillo. “Pedro Rivero”. Reflexiones del
atardecer, Caracas, Ediciones del Ministerio de educación, 1964, p. 330.
(9)
En: Francisco Lárez Granado. Poesías completas,
Fundaconferry, 1982. p.
(10) Ibídem. p. 206.
(11) Ángel Féliz Gómez. Canto
de los naufragios, Isla de Margarita, Taller Artes Gráficas Arpón, 1974. p.
15.
(12) Paul Valery. “El
cementerio marino”. Poetas franceses contemporáneos. Buenos Aires,
Ediciones Librerías Fausto, 1974. p. 184.
(13)
Ibídem. p. 186.
(14) Saint-John
Perse. Mares. Caracas, Imprenta Universitaria,
1961. p. 55.
Foto: tomda de jwww.elsoldemargarita.com.ve
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