LUIS
EMILIO ROMERO: LA CLARIDAD HECHICERA
Ramón Ordaz
Para
un buen lector todo libro es una carta de navegación. En él encontramos las
rutas que escojamos, no necesariamente las que presume el autor. Las palabras
en un libro, y más si es de poesía, viven su propia errancia; propician los más
inverosímiles encuentros con sus lectores y acometen las más descaradas
infidelidades con quien los trajo al mundo. El libro como las palabras son
huérfanos hasta tanto no dan con la caridad del lector; caridad aquí contiene
la pureza y desinterés de la filosofía cristiana, y dejemos en paz cualquier
asunto de teología. Pero dando por hecho que la criatura consiguió el padre de
adopción, viene luego la ardua tarea de conocerla y advertir los reparos a que
haya lugar, para poder amarla sin reservas. Leer un libro es establecer una
relación amistosa con un extraño; escribir sobre él es adoptarlo, y adopción,
cualquier adopción, implica una entrega y un compromiso, el tácito contrato de
esa relación afectiva que mantenemos con el mundo. Un compromiso es lo que
hemos adquirido con Luis Emilio Romero, más que con él, con su poemario Pájaro
de noche (2007); es decir, que estamos obligados a decir unas palabras como
exorcismo para que padre e hijo no sufran las penitencias de las almas en pena.
Y decir unas palabras sobre un contrato de adopción no puede prestarse a
ligerezas; se piensa dos veces lo que se va adquirir o a adoptar. Pájaro de
noche es una de esas criaturas que nos arroja al delirio de pensarlo, más
todavía si en el pórtico de entrada nos esperan dos epígrafes: uno del padre de
Altazor, Vicente Huidobro; otro del gran fabulador de Crepuscolia y Karbhoro,
Chevige Guayke. De manera que el acto
sencillo de adopción se complejiza en el trayecto que va del título a los epígrafes.
¡Cómo arma su techo, cómo construye su nido el Pájaro de noche! Ya no es Luis
Emilio Romero, sino que son aventados a nuestra lectura un chileno y un ñero,
de donde es fácil concluir que nos las vemos ahora con una familia, esa gran
familia que es la poesía latinoamericana.
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Luis Emilio Romero |
El pájaro de noche emprende largas odiseas. Basta traer acá la épica nocturna
de los guácharos de la homónima Cueva. Dicen los entendidos que huellas de su
paso, rastros de su aventura nocturna se han conseguido en Brasil. ¡Cuánta
calistenia aérea de Caripe a Brasil!, y cerciorarse al caer el día que las
singulares avecillas reposan como míticos celadores en la inmensa roca que les
sirve de hábitat. Van de la noche pétrea a la noche celeste. Pensarlo es un
acto de ensoñación; una ecuación poética que más vale despejarla acudiendo a un
libro de ornitología o leyendo un libro como Pájaro de noche. En alas de un
pájaro la noche nos hunde en su misterio, y no siempre son claridades lo que
nos trae el día. Al comienzo uno tiene la sospecha de que no es éste pájaro de
vuelo, que si bien puede serlo, su presente es la cautividad. Leamos: ya tu
recuerdo no me ata al polvo de estos días de exterminios (p. 14); sé que de
oírme/ de recobrarme/ ataría a mi lado otra sombra (p. 15); cuerpo resistente
para detener el curso desatado (p. 16); La noche me ató a su cintura (p. 24);
Ajenas ataduras/ donde la noche denuncia tu presencia/ en la ebria trayectoria/
oliendo tu rostro/ a una corta edad/ del suelo. (p. 33); Lo ata un peso de agua
(p.34). Se nos antoja una aliteración: rémora de remeras, y se resiente el
pájaro con tantas ataduras; su aerodinámica vacila, pierde orientación su
sentido de ser, la libertad. Espectacular pájaro de noche que se metamorfosea
como Altazor y que en los tránsitos de su caída padece el extrañamiento de su
propio cuerpo hasta extraviarse en la angustia metafísica: Es largo/ aquel
gesto de animal/ renuente a la estirpe/ de su cuerpo (p. 27). Poco a poco la
claridad del poema, que es ninguna si creemos a Huidobro en Altazor cuando
expresa: “Un poema es una cosa que nunca ha sido, que nunca podrá ser”, nos
lleva por el camino de la ambigüedad: “La alternancia es su ley, su reino la
ambigüedad”, concluirá de su lectura de los pájaros de Braque, Saint-John
Perse. Por senderos invisibles, ambiguos, se desplazan los trazos alados de
Luis Emilio Romero. Pájaro onírico, vemos cómo esparce su edad entre los
insomnios/ que despeja la noche (p. 38). Todos los vuelos, todas las
navegaciones, todos los itinerarios fraguan el destino del pájaro en los
infinitos horizontes del sueño; porque algo está claro, siempre es noche cuando
se sueña, y En la trayectoria de su canto, dice el poeta, germina el día
suplicante de otra flor/ La claridad hechicera de nombrar. (p. 39). La claridad
a solas no parece tener razón de ser, de allí que la adjetive, desate el nudo
que ata al pájaro y le otorgue la condición hechicera de la antigua mántica, de
suerte que el acto de nombrar sea también un arte de adivinación, una
legitimación de la poesía por la vía del sueño, una carta de navegación para
quienes adoptamos el compromiso de lectura, una franquicia para invertir los
términos, si queremos: Pájaro de noche, noche de pájaro; una elegante manera de
hacerle honor a la alternancia y ambigüedad como heráldica virtual del pájaro
que suscribe la poesía.
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