Borrascoso mar de Crepuscólia: Poesía y narración en la obra de Chevige Guayke
Ramón Ordaz
CREPUSCÓLIA I
La clásica fundación de nuestras ciudades y
pueblos obedece, por lo general, a un
hecho de conquista y posterior colonización. Las distintas órdenes
religiosas que vinieron a América con sus cohortes de frailes, tuvieron como
misión primera catequizar al buen salvaje que, desprovisto de la mirada
civilizatoria del dios cristiano, debía ser instruido en la Ley para luego reconocer y
rendir culto a un dios más terrenal: el Rey. De allí se hizo tradición que
nuestros pueblos, para ser tenidos como tales, estaban en la obligación de
mostrar sus señas de identidad: la Real
Cédula , el Escudo de Armas, así como exhibir la “sagrada”
biografía del héroe que alcanzó la posteridad a fuerza de esclavitud y
exterminio, después de haber herrado algunas bestias, hombres inclusive,
incinerado los tótemes locales y sembrado en nombre de su “patricia”
ascendencia la espada y la cruz.
Juangriego es un punto, un puerto en el mapa de
nuestra confederación de islas. Desde tiempos inmemoriales estuvo allí esa
bahía, ese recodo de playas en mudo diálogo con sus inexpresables crepúsculos.
Límpido, íngrimo, su litoral transcurría apacible en un tiempo arcaico, sin
registro. Hemos dicho Juangriego, y caemos en cuenta de nuestro error; no, no
tenía nombre ese solar marino, ese arco de sinuosas y albicantes arenas. Algún
guaiquerí pudo, tal vez, llamarlo guayamate,
tutuel, tunucuyo, guarame; pero no, no tenía nombre esa región. Un día
llegaron pobladores de otras islas, de otras patrias, de otras vecindades y
dieron vida a esas soledades. Los hateros, habitantes del pueblo más cercano,
dice la tradición oral que fueron los primeros colonizadores de esas playas,
sin que ningún nombre hiciera referencia al lugar. El tiempo, que no avanza,
pero imprime señales en el espacio, hiende, pule las piedras, graba en cada
alma vegetal una historia invisible, vierte su sombra sobre el inevitable
desgaste de los colores, mora silente e inadvertido bajo la majestad del Reloj
Sol, y deja libre el camino a otras historias. Una sed heroica, juglaresca, al
amparo de los frágiles azules, a veces esmeraldinos coloquios del mar,
desembarcó en sus orillas una leyenda. Qué griego azar arrastró a ese Juan
marino con sus pecios hasta la alfombra de nácar del virgen litoral seguirá
siendo un misterio. Griego fue un apellido de muchos aventureros y marinos que
surcaron la historia de nuestras islas. Alguno de ellos naufragó, quedó a
expensas de las aguas y el bonancible mar lo arrojó a estas costas sin nombre.
Juan Griego –o Juan Cotúa- pudo hacerse del lugar por la mítica resurrección en
aquel paraíso, de allí la leyenda. No era la Ilíada
el libro que traía en sus alforjas Juan Griego. El escenario que nos describe
el pintor Pedro Centeno Vallenilla es más un ingrediente novomundista: Un Juan
Charrasqueado libidinoso, hedonista, de ojos saltones y lascivos, bigotes de
peluquería y sombrero alón de feria y de week-end,
rodeado de especies marinas y aladas, así como de apetitosas, descomunales
mulatas de muslos insinuantes y senos de desbordada geografía femenina, nos
retratan un personaje de solaz y placer. Ese
Juan Griego de Centeno Vallenilla preanuncia el Juangriego de hoy, donde
esa vendimia de la carne y el goce manducatorio son lo primero, antes que las
pasiones y tormentos de un Juan Evangelista. No era la Ilíada ,
no, el libro que este lector y santo pagano leía a las mulatas. Era un acopio
de fragmentos de Cien años de soledad,
de Gabriel García Márquez, y de la
Luvina de Juan
Rulfo. Por esas páginas del libro que lleva entreabierto el Juan Griego de Centeno Vallenilla podemos
llegar sin pérdida, primero, a Karbhoro, y luego, a Crepuscólia, esos
territorios del sueño y la melancolía del escritor juangrieguense Chevige
Guayke. El Juan Griego de Centeno
Vallenilla nos narra en el presente
las historias pasadas en Karbhoro, que las vueltas del tiempo terminaron por
mudar definitivamente a Crepuscólia. Karbhoro
es un lugar absolutamente verosímil (1977) es el segundo libro de este autor, a
partir del cual da inicio a una saga personal que verterá en varios libros de
relatos como Faltrikera y otros bolsillos
(1980), Historias que se cuentan solas (1992), Sic
transit gloria mundi (1993), Solíngrimo (2006), entre otros. Son historias
fluidas, disparos a quemarropa que la memoria afectiva lanza como autodefensa
de una infancia no cumplida, no cerrada, sin plenitud en un itinerario que no
termina, que no descansa, que no tiene final porque por esas fisuras que abre
la escritura de Guayke el universo no es más que caos y desintegración. Como en
el cuento La mano junto al muro, de
Guillermo Meneses, siente uno que “Hay aquí un camino de historias enrollado
sobre sí mismo como una serpiente que se muerde la cola”.
CREPUSCÓLIA II
Así como Karbhoro es un lugar absolutamente
verosímil, de Crepuscólia habría que decir lo mismo. En cambio, Juangriego es inverosímil. Su historia está marcada por
la mudanza, por las constantes transformaciones en sus espacios urbanos, por un
tráfago de rostros que van perdiendo sus raíces, donde la confluencia de voces
extrañas va enterrando el léxico local, el color y el gracejo que el polvo de
los siglos sembró en cada rincón familiar. Por la calle La Marina se oye un jaleo de
árabes en discordia; por la
Aurora una asiática, frente a la máquina sumadora,
contabiliza las especies de su cliente en cantonés; frente al Museo Rísquez, en
choque de vocablos, un alemán ofrece las bondades del pan de su tierra; por Brisas marinas se respira un aire
portugués; por la Leandro
una zuliana vocea pastelitos y mandocas. Juangriego es una constante
irrealidad, un despeñadero de caminos, un retablo frente al mar en cuyo pórtico
un italiano vende pizzas y otro aromáticos carpaccios
de bacalao. Juangriego con indiferencia ve caer en ruinas la casa de su poeta,
mientras al frente suyo, como el olmo
seco de Antonio Machado, un árbol pespuntea vida vegetal en su tronco.
Juangriego va perdiendo sus atardeceres, escondiendo sus horizontes,
inutilizando sus salinas, hundiéndose en un polvo hostil que apelmazan olores,
fulgores extranjeros. Juangriego ya no pesca; sueña, solemniza su ritmo de vida
en las tabernas, en las tascas, en los portales de oropel y falsos decorados
coloniales. Juangriego se va devorando a sí mismo, alargado espejismo que
empieza a desaparecer como toda ilusión.
Crepuscólia es un lugar en la Rosa de los Vientos, gira en
sentido opuesto a la estrella del Norte, permanece perpendicular a Sagitario y
en ángulo obtusángulo se conserva
distante a Las Cabrillas. Antípoda de San Isidro Labrador, sus frutos
siguen siendo los frutos del mar. Sus vías de acceso no son terrestres;
preferible embarcar primero en Karbhoro antes de arribar a ella. Es un pequeño
puerto en la isla mayor de Nueva Esparta y el
número de sus habitantes, reducido. Crepuscólia no es Juangriego, es la
tierra de Juan Max, tan eterno como el Juan Griego de la leyenda. Los
crepuscolenses, pegados a los sueños, padecen de nostalcolía y ritadumbre:
“Rita llegó a Crepuscólia y se quedó viviendo al ladito del cementerio viejo,
ahí en la casa de Petra Regalado, en el camino que va hasta Los Hatos, frente a
la salina, cerca del Terreno del Pirata, junto a la casa de aquella tal Damiana
que era una mujer altísima como las torres de la iglesia y era la primera en
oler los aguaceros y la única que oía las pláticas de Dios”(“Rastros”, Historias que se cuentan solas).
Crepuscólia es el lugar de la infancia, donde los recuerdos viajan alegres y
doloridos, pero regresan a ella como virtual daguerrotipo; en Crepuscólia el tiempo se guarda en una
vitrina, en las páginas de un libro que lee y escribe a su vez un niño que
nunca más pudo volver al inverosímil Juangriego.
Hay un tiempo congelado, frío, de hibernación:
esa es la infancia. Todo un sistema de vasos comunicantes es ese subterráneo de
la vida. Zócalo y fundamento del adulto que emergerá de esas fundaciones, es
luz imperecedera para el artista, para el poeta, para todo ciudadano común que
en sus horas de solaz recapitula la existencia. Mosaico de escenas familiares,
la infancia funda la palabra para posesionarse progresivamente de esos
territorios. No se pierde la infancia, sino que abre paso a una procesión de
máscaras que la van tapiando, la van encapsulando para construir al paso de los
años a la persona, a ese ser que no
es uno, sino múltiples entidades de una sola voz. No siempre sabemos con cuál
de las máscaras ciudadanas hablamos. El extrañamiento es el acto más común en
la vida social. Hay también infancias de resistencia, monolíticas, a veces
infranqueables. Son fieles a ese caleidoscopio del pasado y no importa la edad.
Son infancias cerriles, misantrópicas en muchas circunstancias; eternas, ensimismadas,
porque no pactan con el presente que las va arrollando, sino que permanecen
como fortificación cerrada ante el mundo exterior. En este último contexto de
la infancia quisiéramos ubicar la obra epilírica de Chevige Guayke. Lo
fundamental de su obra nos retrotrae a esos portentos de los primeros años. Los
personajes que pululan en la fantasmagórica Crespuscólia no salieron jamás de
la infancia, sino que se quedaron atrapados en los lúdicos espacios de sus
calles, circunscritos en ese fardo de lento tiempo que pone sus trazos de
ternura al lugar más inhóspito. Sin proponérselo, toda su literatura está
impregnada por una cosmovisión de la infancia, de la cual es imposible evadirse
una vez que hemos entrado en ella; infancia nada fácil ni placentera.
CREPUSCÓLIA III
Chevige Guayke –Eduviges González- nació en
Juangriego en 1944, lo
testimonian algunos documentos escritos y algunas referencias bibliográficas
del poeta. En plena travesía de su adolescencia, Guayke abandonó la isla en
busca de mejor fortuna en Tierra Firme. Sus andanzas y vivencias por Caracas lo
llevaron a probar suerte con la literatura. Fue tanto su empecinamiento que
escribió un relato sobre el miedo, “Paique”, en el que traza la violencia
urbana que vive su alter ego literario en su aventura citadina; mural pánico que lo lleva a rememorar los
miedos de infancia. Con “Paique” obtuvo
en 1974 el premio único del XXIX Concurso de Cuentos de El Nacional, acontecimiento que fue, en
buena parte, su consagración como escritor joven del país. En su primer libro, Paique y otros relatos (1974), conserva cierta fidelidad
biográfica: Aparece Juangriego como su lugar de nacimiento el 9 de julio de 1944. En su segundo libro, Karbhoro es un lugar absolutamente verosímil,
la situación es otra: Chevige Guayke nació en el siglo IV antes de Cristo y murió en el siglo M. En su tercer libro, Faltrikera y otros bolsillos (1980), Chevige nació en el puerto de
Juangriego, “foliado en el registro civil de 1945” . En Difuntos en el espejo (1982), nació en Nueva Esparta en 1945. En Soledumbre (1987) Chevige nació en Juangriego
(Nueva Esparta), el 31 de febrero
de 1934 y “Vivió muchos años en la Atlántida.” En Historias que se cuentan solas (1992), nació en Crepuscólia el 9 de octubre de 1949. En Sic transit gloria mundi (1993) tenemos una autoconfesión: “Según Rita Antonia
González Maraver, yo ‘vi la primera luz’ en Juangriego, el 9 de enero de 1944. Pero según mi partida de
nacimiento, nací en Crepuscólia, el 9 de octubre de 1945”. En rostro metafórico de Barcelona
(2002), nació en Crepuscólia el 13 de abril de 1934 y murió en Tucusiapó el 9 de enero de 1958. En Solíngrimo (2006), nació en Crepuscólia el 24 de diciembre de 1952. En Cuaderno clandestino del
príncipe Ateñupalemzah (2008) aparece como “Narrador, poeta, cantante y fabulador oral, nivolista.
Nació en Krepuscólia, probable provincia de Paraguachoa, ‘un día que Dios
estuvo enfermo.’ Hijo de Rita Guayke y de Eduardo González Vallenilla. (…) Su
obra fue proscrita y murió en tierra extranjera”. El lector atento se debe
estar preguntando hacia donde nos dirigimos con este vaciado de datos
contradictorios, absurdos, negados a la mínima credibilidad. Antes de
continuar, detengámonos en una cita de Ítalo Calvino: “Soy todavía uno de
aquellos que creen, junto con Croce, que de un autor cuentan sólo las obras
(cuando cuentan, naturalmente). Por eso no doy datos biográficos, o los doy
falsos, o, de todos modos, trato de cambiarlos vez tras vez. Pregúnteme lo que
quiera saber, y se lo diré. Pero no le
diré nunca la verdad; de eso puede estar segura”. (Los libros de los otros, 1991). Nos adelanta Calvino un hecho muy marcado en la literatura
contemporánea: La predominancia que otorga la crítica a la obra con
prescindencia del autor, llevada por la idea de que en la autonomía de la obra
la intrusión de la biografía nada aporta ni mucho menos explicará lo que por sí
misma no puede ofrecer en el cuerpo del relato. A esto habría que añadir la
otra ficción que rodea a cualquier ciudadano, sea autor de obras literarias o no.
La realidad del uno no es la realidad del otro. La cosmovisión de los unos no
es la cosmovisión de los otros. La bandera de estos, no es la bandera de
aquellos. El solo hecho de que no haya dos seres que piensen igual nos da una
idea del laberinto de la sociedad humana. Una cosa es el ciudadano Eduviges
González con sus vivencias particulares y sus modos de entendérselas con el
mundo; otra, el escritor Chevige Guayke en un oficio que reparte sus dones
entre la poesía, el relato, el ensayo, el artículo, el prólogo al amigo, etc.;
y otra, el “narrador” o el “yo poético” que recurren a estratagemas
lingüísticas, a ardides verbales para construir una historia personal que
trasiega lo que va decantando la memoria de ese alguien que ha sido expulsado
del paraíso de la infancia. Tres entidades en un mismo sujeto y, para colmo,
irreales las tres. Ninguna de ellas es garante de la palabra que profiere.
Ninguna de ellas establece verdades absolutas, porque son entes de ficción;
pero, contradictoriamente, cada una de ellas constituye una realidad y una
verdad en su particular universo.
CREPUSCÓLIA IV
El crepúsculo está vinculado al atardecer
de la vida, a la caída de las sombras para que se enseñoree la noche. En ese
ínterin, unos se amarran al crepúsculo, otros se aferran a la noche y, los más,
bajan de sus sueños al día, que es campo de Agramante. En la panorámica del
crepúsculo unos ponen en juego su lirismo; alguien descifra los misterios del
universo, mientras que los niños corren a refugiarse bajo las faldas familiares
porque, si cae el telón nocturno, aparecen los fantasmas, las estantiguas que
el folklore hogareño ha sembrado en los infantes: A mí me gusta andar solíngrimo por aquí por la bahía y no me da ningún
culillo/ de noche sí es verdad que me da culillo andar por los lugares de Crepuscólia/ porque siempre están
minados de duendes y de chiniguas y de encapotados… (Solíngrimo, p.95). A unos apesadumbra, a otros alegra y embriaga.
De una vastedad de miradas nació Crepuscólia: Disolución del presente; paraíso
de una infancia que, a pesar de adversidades y penurias, congrega los mejores
fastos de su calendario personal- intemporal, en el caso del bloque de obras
más relevantes que ha publicado Chevige Guayke, para construirnos ese lugar de
lo posible. Crepuscólia, como las ciudades
invisibles de Ítalo Calvino, como la Nefelecocigia de Aristófanes, tiene
sus fundaciones en el transparente, puro aire del espíritu, sostenida por ese
“triple lazo: imaginación, memoria y poesía”, tal como enfoca la infancia
Gaston Bachelard, al hablarnos de “ese fenómeno humano que es una infancia
solitaria, una infancia cósmica” (Poética
de la ensoñación, p. 160). La infancia se rearma con fragmentos, con retazos
que van dejando ver esas intermitencias de la conciencia, lo que no dejará de
ser un rompecabezas al que siempre le faltarán piezas. …más que recoger caracoles yo lo que vengo es a pensar/ aquí frente al
mar de Crepuscólia que es más bonito
que el mar de Juangriego. (Solíngrimo,
p. 97), nos advierte el narrador-poeta que divaga de un libro a otro en la propuesta
literaria de Guayke. Juangriego ha dejado de ser, se ha desleído en la memoria
del poeta, el que se sirve de transgresiones sintácticas y verbales para
arrogarse otro nacimiento: Crepuscólia es mi descubrimiento, y yo le nazco mi infancia silenturna y fría. (Solíngrimo, p. 17). Los acontecimientos aquí tienen sus acomodos,
sus arreglos. En Crepuscólia se sortea la conveniencia; en Juangriego la vida
es ríspida, cruel, ensombrecida por los abandonos; apenas en las vagas
distancias del tiempo se dibuja la bahía con su mar de esparcimiento y olvido.
En Crepuscólia el mar es de llanto, las aguas permanecen estancadas, en ella se
construye el espacio de la resignación y se le rinde culto a los muertos. Los
personajes flotan en otra atmósfera, protegidos por el dios tutelar de la
infancia: Como Dios vive cerca de aquí de
mi casa/ yo le voy a decir que me haga el favor/ de dejarme así pequeñito como
estoy ahorita. (Solíngrimo, p.38). El hablante lírico en este libro de
Chevige Guayke ya no es el adulto que recrea su infancia, sino que es la voz
del pasado, esa primera estación de la vida con sus prerrogativas y su microcosmo.
Territorio de fantasmas y difuntos, como en las patrias imaginarias de Juan
Rulfo, Crepuscólia se alimenta de nada, de tristeza, de crepuscolía, de alucinación y delirio, donde el silencio y la
soledad son la mejor oferta. Por Juangriego pasó el padre que no pudo ser; en
Crepuscólia su existencia es posible: Tiene también infancia, ama, sufre,
quiere a su hijo y hasta llega a ser General: Conversador como él no ha vuelto a verse en Crepuscólia. La gente se
desvivía por escuchar al General Eduardo Vallenilla, mi padre. (Historias que se cuentan solas, p. 77). Así Rita, la mujer más triste del puerto: y fue Rita Antonia González la primera mujer
que murió alegre en Crepuscólia (Sic
transit gloria mundi, p. 53). Sarcasmo
e ironía operan trastrocando las historias de una ciudad a la otra, de manera
que se cumpla el deseo de la fallida infancia. La bruma en el mar de
Crepuscólia es humor negro, la más burlesca risotada estalla en sus orillas, en
tanto que su estruendo se oye en Caballo Blanco, en Los Sopladores, en La
Puntilla y en El Bajo de Juangriego, al extremo que despierta al último
habitante del Callejón La Perla, quien ve ante sí un lánguido espejo de desamparos…
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