CAMINO A LA ILUSTRACIÓN II
Ramón Ordaz
Quien hurga en libros, archivos y documentos
aspira algún día a dar con un tesoro de historia desconocida, con algunos de
esos eslabones que permitan sacar a la luz los esplendores de una tradición que
fue desintegrando la herrumbre del tiempo hasta dejarla sepultada bajo
infinitas capas de polvo. Se requiere optimismo y fe ciega en el porvenir, como
quien desea la concesión de un último don: alargar su presente. Es esa una
batalla que se hace con el corazón, pero que al final la tenemos perdida. Por
eso es que, conscientes de la brevedad de la vida, muchos prefieren hacer
cortes inteligentes en la Historia, de manera de poder abordar discretamente
una época, un período, un lapso histórico concreto; aún así, no se camina por
un campo de certeza, sino por el mundo de lo posible. El sabio naturalista
francés, George Cuvier, acuñó una frase de incuestionable valor: “Dadme un
hueso y os reconstruiré el animal”, la que sustentaba su principio de correlación orgánica. Si extendemos este
principio a muchos acontecimientos de la vida en la tierra, a la biología
animal como lo hizo Cuvier, por qué no asumir la correlación orgánica en los actos sociales y, entre ellos, la
producción de una literatura en cualquier orbe. Muy al lado de la correlación está la idea de inferencia de que se vale un
investigador llegado al punto de sacar conclusiones. De la mano con las
palabras de Cuvier vamos a intentar aproximarnos a ese pasado cultural nuestro,
enmalezado, entre escombros y sombras su fachada, cuyos signos exhiben activa e
hidalga memoria en el presente. Para no demorar más nuestro propósito,
señalemos de una buena vez que el siglo XVI tiene vastas coordenadas visibles a través de
los cronistas de Indias, los viajeros, los conquistadores, los gobernadores y
agentes de la corona española que dejaron testimonio de sus pasantías por las
colonias americanas. El siglo XVII sigue siendo ese período de nuestra historia que parece haber vivido en
hibernación, en el que los acontecimientos no parecen haber alcanzado mayor
relevancia y en el que la vida cotidiana aparenta haberse diluido en ese corto
itinerario que va de la sacristía a la hacienda, amén de las honorarias valijas
comerciales trasatlánticas que fue radicando y estabilizando una casta social y
política en el Nuevo Mundo. Para el caso de Margarita es inaplazable hacer
referencia al gobernador Bernardo Vargas Machuca (Simancas, España, 1555 – Madrid, 1622), quien sería pionero en introducir transformaciones
importantes durante su estancia en la isla. “Resulta, pues, que el Capitán
Gobernador –advierte Guillermo Morón citado por Jesús Manuel Subero- transformó
la ciudad toda, juntamente con la isla. Afianzó la tradición de casi un siglo
con obras públicas, de gran provecho para la ‘ilustración’ de aquella capital.
Había llegado a la isla después de una larga carrera de armas y letras”. Vargas
Machuca no solo fue un emprendedor de obras de infraestructura en la isla, sino
que detrás de su trayectoria de gestor de obras públicas en La Asunción de
entonces, estaba el autor de algunos libros que historiaban los acontecimientos
de la época. El prólogo de su Defensa de
las Conquistas de las Indias fue escrito en la isla en 1612. (Subero, Libro de La Asunción, 1997). Estemos o no de acuerdo con la visión del escritor Vargas Machuca,
esa es la historia, y nada ni nadie pueden cambiarla. Estos hechos significativos
en la isla, de los cuales no podemos asegurar que carecieron de continuidad,
son hoy parte de su memoria ilustrada. Quedaría por añadir el interés que adquiría
para los piratas y corsarios que incursionaban y se aventuraban por estas
costas del Caribe para un intercambio comercial que estaba signado
fundamentalmente por el contrabando. Margarita en ese siglo XVII se distinguía por la explotación
perlífera y el tráfico negrero por su puerto más importante. Es este un cuadro
resumido de lo que acontecía; pero, en general, suscribimos la síntesis que nos
da sobre este siglo Arturo Uslar Pietri: “El siglo XVII es el de la larga espera silenciosa. Nada
cambia, nada crece, nada sucede. Vienen y van los gobernadores, se reúnen los
cabildos, se cantan los Te Deum y los
funerales, pero en el vecindario están los mismos nombres con las mismas
tierras”. (Arturo Uslar Pietri et al.
Venezuela 1498
– 1810 Caracas, 1965). Con este apacible y a veces turbio
panorama entramos al siglo XVIII.